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Se busca proyecto de mundo

RAUL ZIBECHI

 

  Si alguna vez fue algo más que una vasta cruzada destinada a multiplicar las ganancias de las grandes corporaciones, transfiriendo las pérdidas a los estados y desprotegiendo a los más débiles, el neoliberalismo entró en una aguda e irreversible crisis. Los efectos del 11 de septiembre están barriendo a los cada día más escasos defensores de la tesis denominada "consenso de Washington", que se resume en el tríptico privatizaciones, liberalización del comercio y estabilidad macroeconómica. Aunque las economías del Primer Mundo, y muy en particular la de Estados Unidos, pasaron en pocos días de la desaceleración a la recesión abierta, parece evidente que no estamos ante una crisis más. Por el contrario, las consecuencias de los atentados de Nueva York y Washington parecen indicar que el cambio de rumbo mundial que se venía perfilando desde hace una década, que podría fecharse en 1989 con el estreno del mundo unipolar, conoce una brutal aceleración.

El fracaso del neoliberalismo, anunciado por varios analistas y escenificado por el movimiento contra la globalización desde las protestas de Seattle, coincide con la falta de combustible de todo el proyecto liberal; de ahí la gravedad de la crisis presente, una coyuntura de crisis que se superpone a un vacío de proyecto, que no encontrará salidas sencillas.

DE COYUNTURA

En el primer artículo periodístico posterior a su nominación, el premio Nobel de Economía 2001 Joseph Stiglitz critica a las administraciones de William Clinton y George W Bush de haber prestado demasiada atención a "los fundamentalistas del mercado", privatizando áreas vitales para el interés público. Llama la atención el lenguaje, en una nota publicada justo un mes después de los atentados. Por cierto, Stiglitz no es un radical, por más que se haya manifestado junto a los protestones antiglobalización; es un hombre del sistema, fue vicepresidente del Banco Mundial y presidente del Consejo de Asesores Económicos de Clinton. Pero tiene una cualidad que buena parte de los hombres que gobiernan el sistema ha perdido: visión de largo plazo.

Por eso critica la prioridad dada a la protección de los intereses financieros, la creación de refugios seguros y de paraísos fiscales para los capitales especulativos. En el artículo titulado "Cambiar las prioridades", publicado por el madrileño El País el jueves 11, pone un ejemplo de los problemas que genera esta política. En 1997 el gobierno estadounidense decidió privatizar la Corporación Enriquecedora (usec, su sigla en inglés), encargada de enriquecer uranio para fabricar armas atómicas y utilizarlo en plantas nucleares. La empresa tenía además la responsabilidad de sacar de Rusia material nuclear de las vetustas ojivas soviéticas para convertirlo en uranio enriquecido para las plantas generadoras de energía. Pero la empresa privatizada dejó de estar interesada en reciclar esos materiales por la baja del precio del uranio en el mercado. Poco después se descubrió un acuerdo secreto entre usec y la rusa Minatom, por el cual se le pagaron 50 millones de dólares a los rusos para que no divulgaran la negativa de la empresa estadounidense a seguir trasladando material nuclear. Puesto a investigar las razones que promovieron esa escandalosa privatización (es evidente que material nuclear puede haber caído en cualquier mano, incluso en las de Bin Laden), Stiglitz explica que "la empresa de Wall Street encargada de la privatización presionó mucho y obtuvo grandes ganancias". Ahora se habla de "renacionalizarla".

Otro sonoro fracaso es el de la británica Railtrack, propietaria de la infraestructura ferroviaria del país, privatizada por el gobierno de John Mayor en 1996, siguiendo la saga de Margaret Thatcher. Desde ese momento la calidad del transporte no dejó de descender y la empresa se encuentra ahora al borde de la quiebra. Es el mayor desastre del proceso privatizador de los conservadores; el laborismo la intervino para nacionalizar las pérdidas y dar la cara ante los 250 mil accionistas porque la empresa suspendió su cotización.

Apenas dos perlas que ponen en entredicho la política del "consenso de Washington". Apenas la punta del iceberg, ya que después del 11 de septiembre se hizo evidente que sin el apoyo del Estado la economía estadounidense se hubiera venido a pique: 40 mil millones de dólares para restañar los daños y luchar contra el terrorismo, 15 mil millones de ayuda directa a las compañías aéreas y, dato relevante, 75 mil millones de dólares para impulsar la demanda, que van de la mano de la reducción de las tasas de interés. Ayudas aprobadas por el gobierno federal que suponen el 1 por ciento del PIB de ese país.

Antes incluso de los atentados, las principales autoridades económicas de la superpotencia habían aceptado que el deterioro económico que había comenzado se debía a una crisis de la demanda. En suma, la vieja "crisis de sobreproducción" para la que sólo caben salidas de tipo keynesiano, tan duras de aceptar por los "fundamentalistas del mercado" que critica el premio Novel. Todo indica que algunos dogmas están cayendo o a punto de hacerlo, tales como el dogma del déficit cero o tirar del presupuesto para resolver problemas graves. Y no por el triunfo de otros dogmas (puestos a valorar, puede ser tan dogmático aplicar criterios neoliberales como keynesianos) sino por la apelación al más sano sentido común, que desde hace dos décadas dejó de aplicarse a la economía.

DE FONDO

Más allá de la debacle de la vulgata neoliberal, son los principios de la vieja doctrina del liberalismo los que hacen agua. Y en este punto conviene establecer diferencias. El liberalismo, nacido en el siglo xix y heredero de la Ilustración y los valores iluministas, nacido en oposición a la ideología conservadora de las aristocracias, fue el creador de las democracias. Impregnado de los valores del progreso y las potencialidades del individuo, impulsó el sufragio universal, la igualdad ante la ley y los derechos ciudadanos; más adelante, defendió la idea de la soberanía nacional, o la autodeterminación de las naciones, que cuajó en el amplio como tardío proceso de descolonización.

El socialismo y el anarquismo se desgajaron del tronco del liberalismo hacia 1848, cuando la primera gran revolución mundial. Para marcar diferencias, vale la pena decir que el neoliberalismo es al liberalismo lo que el estalinismo es al socialismo: su perversión autoritaria, en suma, su negación.

Pero en este punto hay que hacer un rodeo. El programa liberal tenía dos aspectos, o bien, tiene dos lecturas posibles. La primera, en contraste con los conservadores, quedó esbozada líneas arriba. La segunda la resume el historiador Immanuel Wallerstein: "En el período 1848-1914 el programa liberal consistía en domesticar a las clases trabajadoras del centro por medio del sufragio universal y el Estado de bienestar (...). En el período 1917-1989 el programa liberal en escala mundial consistía en domesticar al Sur". Así como la primera domesticación, la del proletariado de los países centrales, se ancló en el crecimiento económico y la transferencia de parte del plusvalor a las clases trabajadoras, la segunda se basó en la independencia de las colonias y el desarrollo nacional de los nuevos países periféricos. El mundo socialista, según Wallerstein, participaba de esa suerte de "división del trabajo" y nunca la cuestionó.

En síntesis, el Estado de bienestar y el desarrollo de las periferias fueron las bases de la hegemonía cultural y política del liberalismo, que siempre había apostado más a dominar con el consentimiento que por la fuerza, a diferencia de las viejas aristocracias (y aprendiendo de su fracaso). Por fin, este consenso se quebró hacia 1968. La revolución que sacudió al mundo ese año, desde París y Praga hasta Vietnam y Córdoba, minó el consenso con la irrupción de los marginados, desde las mujeres y los jóvenes hasta las llamadas minorías: quebró los estados de bienestar y atascó el desarrollo nacional de las periferias. Dicho de otro modo, los levantamientos que desbordaron los estados nacionales advirtieron a las elites que el sistema de acumulación estaba en peligro. De ahí que en las décadas siguientes decidieran concentrarse en las ganancias y en soltar "peso muerto": desmontaron los estados benefactores y atacaron, hasta hincarlos, los débiles procesos de desarrollo nacional, del cual forma parte nuestro proceso de desindustrialización.

DESPUÉS, LA NADA

Es así que sobre las cenizas del liberalismo nace este neoliberalismo que sufrimos durante casi veinte años, que pasará a la historia como una perversión fugaz, como el comportamiento-ideología de un sistema en descomposición; la bacanal del dinero que anticipa, como las orgías romanas y nazis, el fin del imperio.

El debate que en estos días sacude a Estados Unidos y sus aliados sobre el uso de la tortura para hacer hablar a los supuestos cómplices de los atentados, así como el hecho de que decenas de personas estén desaparecidas en el país de las libertades y la aprobación de una ley antiterrorista, ponen en negro sobre blanco el drama del liberalismo histórico. Y es que el sistema, en su pequeña hora neoliberal, renunció al consentimiento y a la integración de las "clases peligrosas". Los neoliberales, que no son más que neoconservadores, no buscan recomponer la hegemonía ni los consensos, apenas apuestan al control y la represión, cuando no se apoyan directamente en dictaduras.

Es evidente que un sistema basado en la fuerza, a la larga, no puede durar. Lejos de buscar reintegrar a los marginalizados, ya sea reconstruyendo parcelas de los estados benefactores o impulsando desarrollos locales verdaderos (no meras maquilas asentadas en los "talleres del sudor"), las elites enseñan su escasa imaginación al aplicar una vez más el mismo libreto: la guerra para salir del atolladero y revitalizar los negocios. Esta suerte de keynesianismo militar, en el que el Estado aparece como reparador de los desastres o salvador en situaciones críticas, va a contrapelo de lo que todos los días pontifican los sacerdotes del sistema. En realidad desnuda el hecho de que apuestan a la libertad económica cuando pueden hacer buenos negocios y exigen apoyos estatales cuando les va mal.

Con el fin del socialismo real y el colapso del liberalismo, la única ideología dominante es una suerte de rancio conservadurismo. Las elites se quedaron sin reaseguros. Una situación demasiado parecida a la que vivió la humanidad en la última mitad del siglo xviii, cuando en Versalles, carente de proyecto y de grandeza, languidecía la más corrupta y decadente aristocracia que había conocido Europa.